jueves, 29 de diciembre de 2011

1. A veces es mejor huir.

Corrí  lo más rápido que mis piernas me permitieron, huyendo e intentando no cruzarme con el camino de nadie. El día era frío y el cielo estaba encapotado, toda la ciudad se había tornado de colores tristes y amargos, todo era gris. Las aceras, el asfalto, los coches, los edificios...
Mi mirada era opaca y borrosa a causa del océano de lágrimas. Intenté mantener la mente en blanco, impidiéndome no pensar en nada que no fuera huir. Estaba confusa, no quería detenerme porque simplemente no quería llegar a ninguna parte, no sabía que hacer. Quería gritar, desahogarme, llorar, pegar a cualquiera que se me pusiera por delante, pero no encontraba el modo de hacerlo, se me olvidó como.
Cuando me quise dar cuenta, había salido de la cuidad y corría sobre un camino embarrado, metros más allá se encontraba un bosque, un bosque húmedo repleto de hayas, musgo y líquenes. Penetré en el frondoso bosque y seguí hacia delante, sin rumbo. Porque suponía que ya no me importaba perderme, me daba igual. Transcurrieron los segundos, los minutos, e incluso las horas con la mirada vacía clavada en el suelo cubierto por las hojas granates, amarillas y marrones desprendidas de las hayas.
Llegué a un claro, las hojas cubrían toda su superficie, me senté dejando caer mi cuerpo. Comencé a hacer dibujos en el suelo, y descubrí que bajo las hojas se encontraba una roca. Fui moviendo las hojas, bajo ellas solo había piedra, ¿pero? ¿Cómo era posible? Las rocas no estaban incrustadas en el suelo de esa manera, empezaba a aburrirme cuando de pronto una línea curva apareció gravada bajo una de las hojas, continué el trazado con el dedo. Cuando llegué al final alcé la vista, una espectral y sinuosa niebla lo había cubierto todo, cada vez se volvía más espesa, más, y más...
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